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La Pascua de nuestra salvación

2006 – San Pablo, Madrid.

Las tradiciones pascuales de la Biblia y de la Iglesia primitiva.

Introducción

Las cuatro estaciones de la Pascua

Muchos tratados distinguen tres Pascuas en la historia de la salvación: la Pascua del Antiguo Testamento, la Pascua de Cristo y la Pascua de la Iglesia. La división no es del todo exacta. Si se distingue la Pascua litúrgica de la Iglesia de la Pascua histórica de Cristo, de la que es repetición o imitación (mimema), como la llama algún autor antiguo, es igualmente justo distinguir la Pascua litúrgica de Israel de la histórica del Éxodo, de la que es memorial. Cuatro y no tres, por tanto, son las Pascuas de la historia sagrada. Tienen una fisonomía bien definida en la Escritura:

1. la Pascua del Señor: es decir, el paso salvífico de Yahvé en la noche de la salida de Egipto;
2. la Pascua de los judíos: o lo que es lo mismo, la reevocación y realización anual del paso de Yahvé, enriquecida por el recuerdo de todas las demás innumerables intervenciones salvíficas de Dios en la historia del pueblo elegido;
3. la Pascua de Cristo: es decir -según todo el Nuevo Testamento, incluido san Pablo-, su inmolación o, como parece definirla Juan una vez, «su paso de este mundo al Padre» (Jn 13,1) a través de la pasión y la resurrección;
4. la Pascua de la Iglesia, que renueva anualmente, aunque también semanal y cotidianamente, la Pascua de Cristo «hasta el día de su venida» (1Cor 11,26).

Esta distinción entre historia y liturgia en la historia es sobrentendida constantemente por los autores cristianos de la antigüedad que tratan de la Pascua. Sin embargo, nunca está explícitamente formulada. Aparentemente sólo conocen dos Pascuas: la Pascua de los judíos, o del Antiguo Testamento, y la Pascua de los cristianos, o del Nuevo Testamento. Su contraposición como figura (typos) y realidad (aletheia) constituye el esquema habitual de las homilías pascuales más antiguas y se advierte ya en los autores del Nuevo Testamento en el énfasis con que hablan de la «Pascua de los judíos», en claro contraste con la que san Pablo llamará «nuestra Pascua» (1Cor 5,7).

Pero ya desde los primerísimos textos pascuales de la Iglesia se entiende que no se trata tanto de la contraposición cuanto de la sucesión o realización («la figura se ha hecho realidad»), hasta la superación de toda dicotomía en la contemplación del único misterio de la Pascua, que es «nuevo y antiguo, eterno y contemporáneo».

El fecundísimo concepto de misterio pascual, que precisamente a partir de estos textos del siglo II, entra en el vocabulario cristiano, y la idea tipológica contribuyeron, en igual medida, a hacer llegar en buen momento una concepción unitaria tan maravillosa de la Pascua como punto de encuentro de los dos Testamentos. Unidad o continuidad estrechísima porque no se agota en la permanencia del nombre o de algunos elementos rituales de la Pascua hebrea en la cristiana, sino que se basa en aquella misteriosa ascensión de todo hacia Cristo Jesús, en la que todo debía desembocar, «y la victimación del cordero y el rito de la Pascua y la letra de la Ley», como dice nuevamente Melitón de Sardes2. Es una continuidad dinámica, basada en el devenir, como la historia misma de la salvación, como la encarnación de la que parece cambiar su lenguaje el mismo autor cuando escribe:

«La Ley se ha hecho Evangelio;
lo antiguo se ha hecho nuevo;
la figura se ha convertido en realidad;
el cordero se ha hecho Hijo».

Todo esto se expresa en la atrevida ecuación formulada por vez primera por Justino: «La Pascua era Cristo» y que Melitón profundiza cuando escribe: «El misterio de la Pascua es Cristo» y también: Cristo «es la Pascua de nuestra salvación». El misterio pascual es único y abraza el Antiguo y el Nuevo Testamento, porque único es el misterio de Cristo, con el que se identifica. Tal visión unitaria del misterio pascual, alcanzada por la Iglesia desde los orígenes, es una conquista de la teología para siempre. Sin embargo, no anula la tensión dialéctica entre Pascua del Antiguo Testamento y Pascua del Nuevo Testamento, como tampoco anula, dentro de cada una de ellas, la distinción entre Pascua histórica y Pascua litúrgica, entre acontecimiento y sacramento. Más aún, la unidad profunda del misterio pascual no se capta plenamente sino como resultado de esta multiplicidad de aspectos. Estas cuatro edades o estaciones de la Pascua son las que querría hacer revivir brevemente en estas páginas haciendo hablar lo más posible a los textos. Naturalmente, sin pretensiones de ser completo, ni acumulando textos, sino porque realmente hay en la Pascua cristiana aspectos y matices que no se pueden captar si no se recomponen y escuchan juntos los «cuatro tiempos» que miden su ritmo.

Sólo esta necesidad de una «mirada de conjunto» me ha impulsado a remontarme más allá del «tiempo de la Iglesia» para investigar en la Biblia -Antiguo y Nuevo Testamento – aquellos elementos que se trasvasarán después a la Pascua litúrgica de la Iglesia y constituirán, por así decir, sus caracteres hereditarios: es decir, esos caracteres sin cuya presencia ninguna cosa viviente -la Pascua lo es- se puede conocer a fondo, íntimamente. Son las mismas razones por las que también el primer tratamiento cristiano de la Pascua -el que yendo de camino ofreció Jesús en persona a los discípulos de Emaús la tarde de resurrección- comenzó desde tan lejos: «Desde Moisés pasando por todos los profetas» (Lc 24,27).

Hay un resultado que sobre todo me espero de este modo de acercamiento a la Pascua cristiana y que consiste en comenzar desde Moisés pasando por todos los profetas: mostrar la esencial derivación de la Pascua cristiana de la Pascua judía del Antiguo Testamento, su continuidad vital. Y esto para restablecer la perspectiva justa, gravemente turbada por la tesis de O. Casel – al que sin embargo los estudios pascuales le deben tanto- de la «semejanza segura existente entre el paganismo de la época tardía y la celebración cristiana de la Pascua». Una tesis que, a pesar de todas las cautelas, acaba por explicar la Pascua más a la luz de los cultos mistéricos paganos que a la de la Pascua bíblica y judía. En el marco de estos límites precisos, derivados de los objetivos prefijados, se debe leer la primera parte del trabajo que trata de la Pascua bíblica; en caso contrario, parecería a alguno sumaria e incompleta.

Quizá sería incluso más exacto considerarla -como de hecho nació- como una introducción que se ha hecho demasiado extensa con el paso del tiempo para permanecer como tal. El empeño mayor se refiere, por tanto, a la Pascua de la Iglesia patrística. En este campo no escondo en absoluto la intención de perseguir intentos de profundización científica, de reexamen crítico y de enriquecimiento de las temáticas pascuales antiguas, en diálogo con toda la literatura existente sobre el problema. Dentro de la época patrística he concentrado la atención de modo particular en la más antigua Pascua de la Iglesia que conocemos: la del siglo II, florecida más exuberante que en otras partes en Asia Menor tras el paso de Pablo y sobre todo de Juan y que desde allí se irradió, al menos en sus contenidos, sobre el resto de la cristiandad.

Hay otro motivo más, desde hace algún tiempo, para una elección semejante. Hoy disponemos de dos auténticas joyas de literatura pascual que se remontan a dicho período y cuyo néctar teológico y litúrgico está todavía muy lejos de haber sido absorbido enteramente por la catequesis pascual de nuestros días. Una es la homilía pascual de Melitón de Sardes; la otra, la homilía de un anónimo Cuartodecimano conocido generalmente con el ficticio nombre de Pseudo Hipólito. Estos nuevos documentos (nuevos porque uno ha sido descubierto recientemente en dos papiros y el otro porque permaneció olvidado bajo el nombre de otros autores más tardíos) son como dos ojos que nos permiten mirar de cerca, desde dentro, la Pascua de la Iglesia en el esplendor de su juventud.

No serán, ciertamente, los únicos documentos a los que prestaré atención. Desde ellos y desde todo el material existente de aquella época el discurso se ampliará espontáneamente hacia áreas y épocas sucesivas, al menos en la medida necesaria para caracterizar el delinearse y desarrollarse de varias tradiciones pascuales. No es casualidad si, en el cruce en que tales tradiciones se encuentran y se fusionan en síntesis definitiva para la Iglesia, encontramos casi invariablemente a una persona: Agustín. Nadie, en efecto, ha reflexionado más que él sobre el misterio pascual de la Iglesia y quien llega a él desde la dirección justa -es decir, después de haber recorrido todo el camino de la Pascua a sus espaldas- tiene la impresión de reflejarse en las aguas de toda la tradición pascual cristiana que le ha precedido.

¿Un nuevo trabajo -se preguntará alguno- sobre la Pascua de la Iglesia antigua? Ciertamente también eso, pero sobre todo un libro para la Iglesia de hoy. La catequesis pascual, como una vena demasiado explotada, corre el riesgo de asfixiarse; sus contenidos teológicos, especialmente tras el gran renacer litúrgico, son los más expuestos a un proceso de banalización y de fosilización que les hace perder gancho en la comunidad. Este libro, en su pequeñez y con todos sus límites, querría contribuir a regenerar dichos contenidos haciendo que penetre en ellos una ráfaga fresca de ese aire tan denso de misterio que se respiraba en las vigilias pascuales de la Iglesia primitiva. Querría -según el célebre programa de un Padre de la Iglesia- hablar de la Pascua como se habla de un ser viviente.