Slide 15 Slide 2 Foto di Filippo Maria Gianfelice

Vino ante Jesús un leproso - VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Levítico 13, 1-2.44-46; 1 Corintios 10, 31-11, 1;
Marcos 1, 40-45

En las lecturas de hoy suena muchas veces la palabra que, sólo al oírla nombrar, ha suscitado angustia y espanto durante milenios: ¡la lepra! Dos factores extraños han contribuido a acrecentar el pánico frente a esta enfermedad, hasta el punto de llegar a hacerla el símbolo de la mayor desgracia, que le pueda tocar a una persona humana, y también el aislar a los pobres desgraciados de los modos más inhumanos (recintos con hilos espinosos, prisiones, bosques, cementerios, manicomios, desierto). El primero era la convicción, hoy en gran parte revelada como errónea, de que esta enfermedad fuese de tal modo contagiosa que podía infectar a cualquiera, que se pusiese en contacto con el enfermo; el segundo, asimismo privado de todo fundamento, era que la lepra fuese un castigo por el pecado. Todo esto añadía al sufrimiento físico igualmente el sufrimiento moral del juicio y del desprecio de la sociedad.
Quien más que cualquier otro ha contribuido a hacer cambiar la actitud y la legislación hacia los leprosos ha sido Raoul Follereau, muerto en 1973. Hizo instituir, en 1954, la Jornada mundial de los leprosos; ha promocionado congresos científicos; y, en fin, ha conseguido que se revocase la legislación sobre la segregación de los leprosos.
Sobre el fenómeno de la lepra, las lecturas de este Domingo nos permiten conocer el planteamiento tal como estaba antes de la ley mosaica y después del Evangelio de Cristo. En el párrafo, sacado del Levítico, se dice que la persona sospechosa de lepra debe ser conducida al sacerdote, el cual, confirmada la enfermedad, “declarará a aquel hombre inmundo”. Desde aquel momento:
“El que haya sido declarado enfermo de lepra andará harapiento y despeinado, con la barba tapada y gritando: “¡Impuro, impuro!” Mientras le dure la afección, seguirá impuro; vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento”.

El pobre leproso, arrojado fuera de la compañía humana, además de eso, él mismo debe estar lejos del resto de las personas advirtiéndoles del peligro. La única preocupación de la sociedad ha de ser la de protegerse a sí misma. Mas, ahora, veamos cómo se comporta Jesús en el Evangelio:
“Se acercó a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó, diciendo: “Quiero: queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente, y quedó limpio”.

Jesús no tiene miedo de contraer el contagio; permite acercarse al leproso junto a él y ponérsele delante de rodillas. Más aún, en una época en que se creía que sólo el acercamiento de un leproso era suficiente para que se trasmitiese el contagio, él “extendió la mano y lo tocó”. No debemos pensar que todo esto sucediese de una forma espontánea y que no le costase nada a Jesús. Como hombre, él compartía en esto como en otros puntos las persuasiones de su tiempo y de la sociedad en que vivía. Pero, en él la compasión por el leproso es más fuerte que el miedo a la lepra.
Jesús en esta circunstancia pronuncia una frase entre las más sublimes y divinas, aún en su exagerada síntesis: “Quiero: queda limpio”. “Si quieres, puedes” había dicho el leproso, manifestando así su fe en el poder de Cristo. Jesús demuestra poder hacerlo efectuándolo. Con ello, él revela implícitamente su trascendencia divina. Ningún taumaturgo, al realizar un milagro, puede hablar de este modo, porque sabe bien que él puede sólo interceder, implorar, no realizar el milagro por su voluntad, lo cual depende sólo de Dios. Jesús sólo puede decir, en primera persona: “Quiero”, porque sabe que él es “una sola cosa” con Dios.
Esta comparación sobre el caso de la lepra entre la ley mosaica y el Evangelio nos obliga a plantearnos la pregunta: ¿yo en cuál de los dos planteamientos me inspiro? Es verdad que la lepra ya no es la enfermedad, que da más miedo (a pesar de que existen aún unos veinte millones de leprosos en el mundo), puesto que, si bien tomada a tiempo, se puede curar completamente y en la mayoría de los países ya está del todo vencida; pero, otras enfermedades han usurpado su lugar. Desde hace tiempo se habla de las “nuevas lepras” y “nuevos leprosos”. Con estos términos no se entienden tanto las enfermedades incurables de hoy, cuanto las enfermedades (SIDA y droga), de las que la sociedad se defiende, como hacía con la lepra, aislando al enfermo y dejándolo al margen de sí misma.
Hay barrios que se movilizan y reaccionan contra el levantamiento o construcción de una casa de acogida para estos enfermos en su interior o en sus alrededores. No juzguemos a estas personas demasiado ligeramente, como si la cosa no presentase efectivamente algún problema y se tratase sólo de egoísmo. Más bien, como decía san Pablo “que cada uno se examine a sí mismo” (1 Corintios 11, 28), para ver qué es lo que prevalece en su corazón: si el rigor de la ley o la compasión del Evangelio. Nosotros no podemos decir como Jesús: “Quiero: queda limpio”; sin embargo, podemos, al menos, “extender la mano y tocar” a estos hermanos en su desgracia. Hay infinitos modos con que se puede hacer esto. A veces, el simple gesto material de extender la mano puede ser de gran consuelo y ayuda, porque les hace sentirse aún igual que las demás como personas humanas. Lo que Raoul Follereau había sugerido hacer para con los leprosos tradicionales y que tanto ha contribuido a aliviar su aislamiento y sufrimiento se debiera hacer (y, gracia a Dios, muchos lo hacen) en las relaciones con los nuevos leprosos.
Frecuentemente, un gesto del género, especialmente si es hecho teniendo que vencerse a sí mismo, para quien lo hace sella el inicio de una verdadera conversión. El caso más célebre es el de Francisco de Asís, cuyo comienzo de su nueva vida le hizo salir al encuentro de un leproso: “Cuando estaba en los pecados, así comienza en su Testamento, me parecía algo demasiado desabrido el ver a los leprosos; pero, el Señor mismo me condujo junto a ellos y usé con ellos misericordia. Y acercándome a ellos, lo que me parecía áspero se me fue cambiando en dulzura de ánimo y de cuerpo”. Las fuentes históricas narran cómo tuvo lugar este encuentro, que le cambió la vida. Iba a caballo por la llanura de Asís cuando de lejos vio a un leproso. Estuvo a punto por la repugnancia y el hastío de ponerse al galope y huir; pero, un acto contrario de voluntad le detiene (es en este momento cuando se decide la verdadera conversión); es más, desciende del caballo y corre a besarle (cfr. Celano, Vida segunda, V, 9). Desde aquel día llegó a ser el amigo de los leprosos, a los que llamaba con respeto y afecto: “los hermanos cristianos”; les visitaba frecuentemente, lavándoles las llagas y dándoles de comer. Lo más singular es que este contacto, que antes le parecía la cosa más amarga y repugnante, que hubiese en el mundo, le llegó a ser una fuente de alegría no sólo espiritual sino también humana o “del cuerpo”, como dice él.
Pero, debemos manifestar igualmente otra enseñanza, incluida en el episodio evangélico. Ésta se presta mejor que todo razonamiento para favorecer la diferencia entre la ley y el Evangelio en comparación con aquella enfermedad verdaderamente “mortal”, de la que todos, ninguno excluido, estamos afectados y de la que (la lepra) era considerada (si bien erróneamente) un símbolo del pecado. La ley antigua no curaba del pecado, no concedía la vida; se limitaba a clarificar la transgresión, a dar a conocer si uno era justo o pecador, como se hacía con la lepra; sin embargo, la gracia de Cristo libera del pecado, da la vida, como hace Jesús con el leproso. La ley dice lo que hay que hacer, la gracia da lo que hay que hacer. “Nadie será justificado ante él por las obras de la ley, pues la ley no da sino el conocimiento del pecado” (Romanos 3, 20). La curación del leproso llega a ser, por lo tanto, la ocasión para tomar conciencia de la curación más grandiosa aún, que ha tenido lugar en nosotros mismos, cuando hemos sido “justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Romanos 3, 24). Lo más consolador es saber que este milagro se realiza una sola vez en la vida; por lo cual, si se debiese contraer de nuevo la lepra, ya no habría más remedio. Cada vez que, arrepentidos, nos ponemos también nosotros “de rodillas” a los pies de Cristo y de la Iglesia reconociendo nuestro pecado, nosotros podemos escuchar aquella palabra: “Yo te absuelvo de tus pecados”, que es la equivalente en el plano espiritual a la de: “Quiero: queda limpio”.
¿Qué es necesario para que todo esto llegue a ser una realidad vivida y no sólo una hermosa teología? Lo primero, reconocer nuestro mal y mostrar nuestras llagas a quien puede curarlas. A veces, para hacer esto, es necesario superar no sólo la propia resistencia íntima, sino también el respeto humano frente a una cultura y a una sociedad, que niega el pecado, y, encima, se burla y tienta de todos los modos posibles para convencernos de que esto, además, no es el tan gran mal que se dice. El leproso del Evangelio obtuvo el milagro porque se había atrevido a transgredir el tabú y, mientras, todos los demás leprosos se escondían por miedo y vergüenza; él había venido desenmascarado. Un día Jesús con tristeza observó:
“Muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio” (Lucas 4, 27).

Solamente Naamán, el sirio, fue curado; porque sólo él tuvo fe y salió de su país para pedir ayuda al profeta. Igualmente, hoy hay muchos “leprosos” en el mundo (de la lepra más grave, de la que ya hemos hablado); pero, no todos son curados sino sólo los que se dan cuenta de cuán peligrosa es esta lepra y buscan la curación de quien puede darla.
Se cuenta que el rey san Luis IX, dijo públicamente un día que habría preferido treinta veces ser un leproso que caer más bien en un solo pecado mortal. A lo que el barón de Joinville, presente, rebatió horrorizado diciendo que él prefería haber cometido treinta pecados mortales, más bien que llegar a ser un leproso. Volviendo a recordar el hecho, el poeta Péguy comenta (aunque como de costumbre es Dios el que habla): “¡Ah, si Joinville con los ojos del alma hubiese visto qué sea la lepra del alma, que no en vano llamamos pecado mortal; si con los ojos del alma hubiese visto aquella soberbia reseca del alma infinitamente peor, infinitamente más perniciosa, infinitamente más maligna, infinitamente más odiosa, él mismo habría entendido de inmediato cuán absurda era su soflama y que la cuestión ni siquiera se planteaba! Pero, no todos ven con los ojos del alma. Yo entiendo esto, dice Dios, no todos son santos, es así mi cristiandad” (El misterio de los Santos Inocentes).
El episodio evangélico nos presenta una conclusión extraña, si no, asimismo, insólita:
“Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés””.

Jesús manda al leproso curado que no lo diga a nadie, sino que se presente al sacerdote, como prescribía la ley de Moisés. Así, él demuestra que no ha venido a abolir la ley sino a “darle cumplimiento”; esto es, a realizar lo que la ley prescribía hacer, aunque no daba la capacidad para hacerlo. Quiere igualmente ofrecer a los sacerdotes una ocasión para creer, viendo que en él se cumplen los signos esperados por el Mesías, entre los que, precisamente, estaba el “curar a los leprosos” (cfr. Mateo 11, 5).