Isaías 52, 7-10; Hebreos 1, 1-6; Juan 1, 1-18
De las tres misas de Navidad, la última, llamada “del día”, está reservada a una reflexión más profunda sobre el misterio. Un deber de este género no podía ser confiado más que a Juan, del cual está sacado en efecto el Evangelio de la misa. Lucas (misa de la medianoche y de la aurora) narra el nacimiento de Cristo desde María, Juan su nacimiento desde Dios.
Esta revelación está introducida, en la segunda lectura, por las palabras de la carta a los Hebreos. La venida de Cristo al mundo ha señalado el gran cambio en las relaciones entre Dios y el hombre. Dios, que antes de ahora, hablaba con los hombres sólo mediante una persona interpuesta por medio de los profetas ahora nos habla “en persona”, porque el Hijo no es más que “el reflejo de su gloria, impronta de su sustancia”.
Vayamos directos al vértice del prólogo de Juan: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” y, de inmediato, planteémonos la pregunta, que debe ayudarnos a penetrar en el corazón del misterio de la Navidad: ¿Por qué la Palabra o Verbo se ha hecho carne? ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? En el Credo hay una frase que en este día de Navidad se recita poniéndose de rodillas:
“Por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre”.
Es la respuesta fundamental y perennemente válida a nuestra pregunta: “¿Por qué la Palabra se ha hecho carne?” Pero, tiene necesidad ella misma de ser comprendida a fondo. La pregunta, en efecto, se puede plantear bajo otra forma: ¿Y por qué se ha hecho hombre “para nuestra salvación”? ¿Sólo porque nosotros teníamos pecado y teníamos necesidad de ser salvados? No somos los primeros en plantearnos esta pregunta. Ella ha apasionado a generaciones de creyentes y de teólogos en los pasados siglos y es bonito, ahora que hemos entrado desde hace poco en el tercer milenio de la encarnación, ver el camino por ellos recorrido y las soluciones a las que han llegado. No son conceptos imposibles de entender, con un poco de esfuerzo, asimismo para un simple creyente y en compensación abren horizontes nuevos a la fe y a la alabanza.
En el Medioevo se hace camino una explicación de la encarnación, que traslada el acento del hombre y de su pecado a Dios y a su gloria. Se comenzó a preguntarse: ¿puede la venida de Cristo, que es llamado “el primogénito de toda creación” (Colosenses 1, 15), depender totalmente del pecado del hombre, realizado a continuación de la creación? San Anselmo parte de la idea del honor de Dios, ofendido por el pecado, que debe ser reparado y del concepto de la “justicia” de Dios, que debe ser “satisfecha”. Escribe un tratado con el título ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? (Cur Deus homo?), en donde dice entre otras cosas: “La restauración de la naturaleza humana no hubiera podido suceder, si el hombre no hubiese pagado a Dios lo que le debía por el pecado. Pero, la deuda era tan grande que, para satisfacerlo, era necesario que aquel hombre fuese Dios. Por lo tanto, era necesario que Dios asumiese al hombre en la unidad de su persona, para hacer, sí, que aquel que debía pagar y no podía según su naturaleza, fuese personalmente idéntico con aquel que lo podía”.
La situación, de la que se hace eco un autor oriental, era ésta. Según la justicia, el hombre debiera haber asumido la deuda y traer la victoria, pero era siervo de aquellos a quienes debía haber vencido en la guerra; Dios, por el contrario, que podía vencer, no era deudor de nada a nadie. Por lo tanto, uno debía traer la victoria sobre Satanás; pero, sólo el otro podía hacerlo. He aquí, pues, el prodigio de la sabiduría divina que se realiza en la encarnación: los dos, el que debía combatir y el que podía vencer, se encuentran unidos en la misma persona, Cristo, Dios y hombre, y alcanza la salvación (N. Cabasilas).
Sobre esta nueva línea, un teólogo franciscano, Duns Scoto, da el paso decisivo, liquidando la encarnación de su ligamen esencial con el pecado del hombre y asignándole, como motivo primario, la gloria de Dios. Escribe: “En primer lugar, Dios se ama a sí mismo; en segundo lugar, se ama a través de otros distintos a sí con un puro amor; en tercer lugar, quiere ser amado por otro que lo pueda amar en un grado sumo, hablando, se entiende, del amor de alguno fuera de él”. El motivo de la encarnación es, por lo tanto, que Dios quiere tener, fuera de sí, a alguno que lo ame en un modo sumo y digno de él. Y éste no puede ser otro que el hombre-Dios, Jesucristo. Cristo se hubiera encarnado incluso si Adán no hubiese pecado, porque él es la coronación misma de la creación, la obra suprema de Dios.
El problema del porqué Dios se ha hecho hombre llega a ser rápidamente el objeto de una de las más encendidas disputas de la historia de la teología. Por una parte, los tomistas sostenían el motivo de la redención por el pecado; por otra, los escotistas sostenían el motivo que podríamos llamar por la gloria de Dios. Hoy no nos apasionamos más en estas disputas antiguas. Pero, la pregunta: “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?” es demasiado vital para que pueda pasarnos en silencio. Permanecemos siempre en la superficie de la Navidad, sin comprender el sentido profundo, el único capaz de rellenar de veras el corazón de gratitud y de alegría.
El descubrimiento del verdadero rostro de Dios en la Biblia, en acto en la teología moderna, junto con el abandono de ciertos trazos hereditarios del “dios de los filósofos”, nos ayuda a descubrir el alma de la verdad encerrada en la intuición de los pensadores medievales; pero, para completarla y superarla. En su respuesta a la pregunta: “¿Por qué Dios se ha hecho hombre?”, san Anselmo parte del concepto de la justicia de Dios, que hay que satisfacer. Ahora bien, es cierto que nos encontramos delante de un residuo de la concepción griega de Dios, en la cual Dios viene experimentado “como justicia y como sumo principio de compensación”. La justicia es la esencia de este Dios, al que, en sentido estricto, no es posible dirigir la plegaria. Para Aristóteles, Dios es esencialmente la condición última y suficiente para la existencia del orden cósmico.
También, la Biblia conoce el concepto de la “justicia de Dios” e insiste frecuentemente. Pero, hay una diferencia fundamental: la justicia de Dios, especialmente en el Nuevo Testamento y en Pablo, no indica tanto el acto mediante el cual Dios restablece el orden moral trastornado por el pecado, castigando al trasgresor, cuanto más bien el acto mediante el cual Dios comunica al hombre su justicia, lo hace justo. La reparación o expiación de la culpa no es la condición para el perdón de Dios, sino su consecuencia.
También, en la solución de Duns Scoto el punto débil está en el hecho de que se parte de una idea de Dios más aristotélica que bíblica. Scoto dice que Dios decreta la encarnación del Hijo para tener a alguno, fuera de sí, que lo ame en un modo sumo. Mas que Dios “sea amado” esto es lo más importante y, más bien, lo solo posible para Aristóteles y la filosofía griega, no para la Biblia. Para la Biblia lo más importante es que Dios “ama” y ama primero (cfr. Juan 4, 10. 19). Por lo tanto, en teología, hasta que, en el puesto de “un Dios que ama”, dominaba la idea de “un Dios que tiene que ser amado”, no se podía dar una respuesta satisfactoria a la pregunta por qué Dios se ha hecho hombre. La revelación del Dios-amor cambia todo lo que el mundo hasta entonces había pensado sobre la divinidad.
Estas premisas allanan el camino a una nueva solución del problema del porqué de la encarnación. Dios ha querido la encarnación del Hijo no tanto por tener a alguno fuera de la Trinidad, que lo amase en un modo digno de sí, cuanto más bien para tener fuera de sí a alguno para amar en un modo digno de sí, esto es, sin medida; a alguno, que fuese capaz de acoger la medida de su amor, que es ¡ser sin medida! He aquí el porqué de la encarnación. En Navidad, cuando nace en Belén el Niño Jesús, Dios Padre tiene a alguno a quien amar fuera de la Trinidad en un modo sumo e infinito, porque Jesús es hombre y Dios a la vez. Pero, no sólo a Jesús, también a nosotros junto con él. Nosotros estamos incluidos en este amor, habiendo llegado a ser miembros del cuerpo de Cristo, “hijos en el Hijo”. Nos lo recuerda el mismo prólogo de Juan: “A cuantos la recibieron [la Palabra], les da poder para ser hijos de Dios” (Juan 1, 12).
Esta respuesta al porqué de la encarnación estaba escrita en letras claras en la Escritura, por el mismo evangelista, que ha escrito el prólogo; pero, ha sido necesario todo este tiempo (y no estamos todavía en el final) para comprenderla a fondo:
“Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3, 16).
Sí. Cristo ha bajado del cielo “para nuestra salvación”; pero, lo que le ha empujado a descender del cielo para nuestra salvación ha sido el amor, nada más que el amor. Navidad es la prueba suprema de la “filantropía” de Dios, como la llama la Escritura (Tito 3, 4), esto es, a la letra, de su amor para con los hombres.
¿Cuál debe ser entonces nuestra respuesta última a la Navidad? “Amor sólo con amor se paga”: al amor no se puede responder de otro modo que volviendo a amar. En el canto navideño Adeste fideles hay una expresión profunda: “¿Cómo no volver a amar a uno que tanto nos ha amado?” (Sic nos amantem quis non redamaret?). Se pueden hacer tantas cosas para solemnizar la Navidad; pero, ciertamente, lo más verdadero y más profundo está sugerido por estas palabras. Ésta es la Navidad a la que el Espíritu Santo desea conducir a los verdaderos creyentes. Un pensamiento sincero de gratitud, de conmoción y de amor para aquel que ha venido a habitar en medio de nosotros, es ciertamente el don más exquisito que podemos dar al Niño Jesús, el adorno más bello en torno a su pesebre. Y no es difícil; basta meditar un poco sobre su amor para con nosotros, sentir cuánto nos ha amado. El amor, ha dicho Dante, “a ningún amado amar perdona”: hace, sí, que quien se siente amado no pueda menos que volver a amar.
El amor tiene necesidad de traducirse en gestos concretos. El más sencillo y universal (cuando es limpio e inocente) es el beso. ¿Queremos dar un beso a Jesús, como se desea hacer con todos los niños apenas nacidos? No nos contentemos de darlo sólo a su figurilla de yeso o de porcelana, démoslo a un Jesús-niño en carne y huesos. ¡Démoslo a un pobre, a uno que sufre y se lo habremos dado a él! Un beso, en este sentido, es una ayuda concreta; pero, también, una palabra buena, un desear ánimo, una visita, una sonrisa. Son las luces más bellas que podemos encender en nuestro pesebre.