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Alegraos, siempre en el Señor

III DOMINGO DE ADVIENTO
Isaías 61, 1-2a. 10-11;
1 Tesalonicenses 5, 16-24; Juan 1, 6-8.19-28

El Evangelio del tercer Domingo de Adviento tiene al centro en todos los tres ciclos a la figura de Juan el Bautista, a quien Jesús define como “más que un profeta” (Mateo 11, 9). Nosotros le hemos dedicado a Juan el Bautista y a su mensaje la reflexión del Domingo pasado. El Evangelio de hoy reproduce el mismo “testimonio” del Precursor (“Voz que clama en el desierto…”) con la sola diferencia de que esta vez es Juan, más que Marcos, a referirlo.
Esto nos permite valorar otro tema presente en las lecturas y que precisamente da nombre a este Domingo. El tercer Domingo de Adviento se llama Domingo “de la alegría” y sella el paso de la primera parte del Adviento, prevalentemente austera y penitencial, a la segunda parte dominada por la misma espera de la salvación cercana. El título le viene de las palabras “alegraos” (gaudete), que se escuchan al inicio de la Misa:
“Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres… El Señor está cerca” (Filipenses 4, 4-5).

Pero, el tema de la alegría penetra también al resto de la liturgia de la palabra. En la primera lectura escuchamos el grito del profeta:

“Yo me alegro plenamente en el Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”.

El Salmo responsorial es el Magnificat de María, intercalado por el estribillo: “Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador”. En fin, la segunda lectura comienza con las palabras de Pablo: “Hermanos, estad siempre alegres”.
Lo de ser felices es quizás el deseo humano más universal. Todos quieren ser felices. El poeta alemán Schiller ha cantado este anhelo universal de la alegría en una oda o poesía, que, después, Beethoven ha inmortalizado, creando el famoso himno a la alegría con el que concluye la Novena Sinfonía. Quizás muchos conocen esta música, pero no han podido conocer las palabras más que en el alemán original. Traduzco algunas frases:
“Alegría, centella divina / hija del Eliseo… / Todos los hombres se sienten hermanos, / cuando son deshojados de tu gentil ala… / Cada criatura sorbe la alegría / de los senos de la naturaleza. / Buenos y malos, todos persiguen su perfume. / También el gusano tiene su placer, / y los querubines tienen Dios”.

Igualmente el Evangelio es, a su modo, un largo himno a la alegría. El mismo nombre “Evangelio” significa, como sabemos, alegre noticia, anuncio de alegría. Pero, la alocución de la Biblia sobre la alegría es un discurso real, no ideal y veleidoso. Jesús, a este propósito, trae la comparación de la mujer al parir. Dice:
“Vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar” (Juan 16, 20-22).

Con la comparación de la mujer al parir, Jesús nos ha dicho muchas cosas. La gravidez no es en general un período fácil para la mujer. Es más bien un tiempo de fastidios, de limitaciones de todo género: no se puede hacer, ni comer, ni vestir todo lo que se quiere, ni ir allá donde se quiera. Y precisamente cuando se trata de un embarazo a la vez querido y vivido en un clima sereno, no es un tiempo de tristeza, sino de alegría. El porqué es sencillo: se mira hacia adelante, se pregunta el momento en el que se podrá tener en brazos a la propia criatura. He escuchado decir a distintas madres que ninguna otra experiencia humana puede ser comparada a la felicidad que se siente al llegar a ser madre.
Todo esto nos dice una cosa bien determinada: las verdaderas y duraderas alegrías maduran siempre con el sacrificio. ¡No hay rosa sin espinas! En el mundo, placer y dolor (lo hemos observado ya otra vez) se siguen uno al otro con la misma regularidad con la que al elevarse una ola que empuja al nadador hacia la playa, le sigue un hundimiento y un vacío que lo aspira hacia atrás. El hombre busca desesperadamente separar a estos dos “hermanos siameses”, aislar el placer del dolor. Pero, no lo consigue porque es el mismo desordenado placer el que se transforma en amargura. O de improviso y trágicamente, como nos narran las crónicas cotidianas, o un poco a la vez, a causa de su incapacidad de durar y del aburrimiento que engendra. Basta pensar, para dar ejemplos más evidentes, qué queda de la excitación de la droga un minuto después que ha cesado su efecto, o dónde lleva, también desde el punto de vista de la salud, el abuso desenfrenado del sexo. Pero, esto no lo decimos sólo nosotros los sacerdotes; es una constatación presente en tantas obras literarias. El poeta pagano Lucrecio tiene dos versos poderosos a este respecto: “Un no sé qué de amargo surge desde lo íntimo mismo de todo placer nuestro y nos angustia también en medio de nuestras complacencias” (De rerum natura IV, 1129 s.)
Por lo tanto, no pudiendo separar placer y dolor, se trata de escoger: o un placer pasajero que conduce a un dolor duradero, o un dolor pasajero que lleva a un placer duradero. Esto no vale sólo para el placer espiritual, sino para toda alegría humana honesta: la de un nacimiento, de una familia unida, de una fiesta, del trabajo llevado felizmente a término, la alegría de un amor bendito, de la amistad, de una buena cosecha para la agricultura, de la creación artística para el artista, de una victoria deportiva para el atleta.
Todas estas alegrías también ellas exigen sacrificio, renuncias, fidelidad al deber, constancia, esfuerzo; pero, el resultado es bien distinto del placer fácil y finalidad de sí mismo. Entre otras cosas, en el primer caso, la felicidad de uno es también la felicidad de los demás, es una alegría compartida; en el segundo, casi siempre la felicidad de uno es pagada por la infelicidad de otro, o hasta de otros. La alegría es como el agua: puede ser o limpia o turbia.
Alguno podría objetar: pero, ¿entonces para el creyente la alegría en esta vida será siempre y sólo objeto de espera, sólo una alegría “del más allá que ha de venir”? No, hay una alegría secreta y profunda, que consiste precisamente en la espera. Es más, en el mundo es quizás esta la forma más pura de la alegría; la alegría que se tiene en el esperar. Leopardi lo ha dicho maravillosamente en la poesía Il sabato del villaggio. La alegría más intensa no es la del domingo, sino la del sábado; no la de la fiesta, sino la de su espera. La diferencia está en que la fiesta que espera el creyente no durará sólo algunas horas, para ceder después de nuevo el puesto a la “tristeza y aburrimiento”; pero no durará para siempre.
He recordado con admiración algunos versos del himno a la alegría de Beethoven. Hay sin embargo en aquel himno un concepto que nos hace reflexionar. Dice: “Quien ha conseguido establecer una amistad duradera; quien ha tenido la suerte de tener una mujer fiel, que se una a nuestro coro. Pero, quien no tiene nada de todo esto, que se retire llorando de nuestro entorno”. Palabras, pensándolo bien, terribles. La alegría, que se celebra aquí, no es para todos, sino sólo para algunos privilegiados. La alegría evangélica es para todos, sobre todo, dirá María en el Magnificat, para los “humildes y hambrientos”. Precisamente en la aclamación al Evangelio de este Domingo Jesús define su mensaje como “para dar la Buena Noticia a los pobres” (Isaías 61, 1).
Una de las mentiras con las que el maligno seduce a muchas personas es hacerles creer que Dios sea enemigo del placer, mientras que por el contrario el placer es un invento de Dios. En las Cartas de Berlicche de C. S. Lewis, oímos a un diablo vetusto que desde el infierno instruye así al sobrino aprendiz de tentador, encargado de seducir a un valiente joven en la tierra: “No olvidéis nunca que cuando estamos tratando con el placer, con cualquier placer, en su forma sana y normal y satisfactorio, estamos, en un cierto sentido, en el terreno del Enemigo [el Enemigo aquí naturalmente es Dios]. Los placeres los ha inventado Él. Todo cuanto se nos permite hacer es animar a los humanos a servirse de los placeres que ha producido el Enemigo, o en los modos, o en la medida que él ha prohibido”.
Quisiera, sin embargo, sacar también una pequeña conclusión práctica de esta reflexión sobre la alegría. No revirtamos sobre los demás siempre y sólo nuestras tristezas, nuestros achaques y preocupaciones. Hay gente que cree cometer pecado o echarse encima quizás algún castigo divino por decir con sencillez: ¡soy feliz! Por el contrario, por otra parte cuánto bien hace en casa, al marido, a la mujer, a los hijos, a los ancianos, escuchar decir: ¡Estoy contento, estoy precisamente contento!
Dirijo esta llamada sobre todo a las mujeres. En un tiempo se decía que ellas son “el sol de la casa”. He aquí el mejor modo para concluir esta bella misión. Sobre todo los niños tienen necesidad de respirar aire de alegría en casa. Como las flores brotan con el calor, así los niños con la alegría. Es el mejor regalo que podéis hacerles en la Navidad, sin el cual todos los regalos no son más que sustitutos inútiles, si no hasta dañosos.