Isaías 40, 1-5.9-11; 2 Pedro 3, 8-14; Marcos 1, 1-8
En el Evangelio se insiste en este aserto de Juan el Bautista:
“Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor”.
Desierto es una palabra que habla poderosamente hoy a nuestra conciencia, tanto colectiva como personal. Casi el 33% de la superficie terrestre está ocupada por el desierto. Y la proporción está en un pavoroso aumento a causa del fenómeno de la desertización. Cada año centenares de miles de hectáreas de terreno cultivable se transforman en desierto. Es uno de los fenómenos más inquietantes a nivel mundial. Cerca de 135 millones de personas han sido retiradas de su sede natural en los últimos años por el desierto que avanza.
Pero, yo no estoy aquí, naturalmente, para hablaros de desiertos o de desertización. Si he hecho referencia al fenómeno es porque existe un otro desierto: no fuera sino dentro de nosotros; no en las afueras de nuestras ciudades, sino dentro de ellas. Existe otra desertización, que avanza implacablemente, haciendo tierra quemada, y también ésta no fuera sino dentro de nosotros, frecuentemente dentro de nuestros mismos muros domésticos. Es la aridez de las relaciones humanas, la soledad, la indiferencia, el anonimato. El desierto es el lugar en donde, si gritas, nadie te escucha; si yaces extenuado en tierra, nadie se te acerca; si una bestia feroz te asalta, nadie te defiende; si gozas con una gran alegría o tienes una gran pena, no tienes a nadie con quien compartirla. ¿No es esto lo que sucede a muchos en nuestras ciudades? ¿Nuestro agitarnos y gritar no es igualmente ello con frecuencia un gritar en el desierto?
Pero, el desierto más peligroso es el que cada uno de nosotros lleva dentro. Precisamente el corazón puede llegar a ser un desierto: árido, apagado, sin afectos, sin esperanza, relleno de arena. “Conchas de sepia o jibión”, diría el poeta. ¿Por qué muchos no consiguen descolgarse del trabajo, apagar el teléfono móvil, la radio, el compac disc…? Tienen miedo de encontrarse con el desierto. La naturaleza rehuye del vacío, tiene horror del vacío (horror vacui); pero, también el hombre rehuye del vacío. Si nos examinásemos honestamente veríamos cuántas cosas cada uno de nosotros hace para no encontrarse solo, cara a cara consigo mismo y con la realidad.
Cuanto más aumentan en nuestros días los medios de comunicación, más disminuye la verdadera comunicación. Se acusa a la televisión de haber apagado el diálogo en la familia y a veces esto ciertamente es verdadero. Pero, debemos admitir que la televisión viene frecuentemente a rellenar un vacío que ya está allí. No es la causa, sino el efecto de la falta de diálogo y de intimidad.
El Evangelio, lo hemos escuchado, habla de una voz, que resonó un día en el desierto. Proclamaba una gran noticia:
“Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”.
Es Juan el Bautista quien anuncia la venida de Jesucristo a la tierra. La anuncia con palabras sencillas, se diría con palabras de un pueblerino (las ataduras de las sandalias, el hacha, el aventador, el grano, la parva), pero ¡cuán eficaces! Él ha recibido el extraordinario deber de sacudir al mundo de la torpeza, de despertarlo del gran sueño. Cuando se prolonga una espera, nace el cansancio, se va hacia delante por la fuerza de la inercia. La idea de que algo puede cambiar y lo esperado que tiene que venir aparece en verdad poco a poco siempre más imposible (quien lo haya visto, vuelva a pensar en el bellísimo Esperando a Godot de Samuel Beckett).
De esta espera se había hablado durante siglos con términos vagos y remotos: “En aquellos días…”, “en los últimos días…” Y he aquí que ahora se echa hacia delante un hombre y proclama con seguridad: “Aquel día es este día. La hora decisiva ha llegado”. Él señala con el dedo hacia una persona y exclama: “¡He ahí el Cordero de Dios, el que bautizará al mundo con el Espíritu Santo!” ¡Qué escalofrío debió recorrer por el cuerpo de sus oyentes!
Os decía yo que nosotros también estamos frecuentemente en el desierto, si no físicamente, al menos espiritualmente. Por ello, aquella voz está también dirigida hacia nosotros. Juan el Bautista está ya muerto, pero continúa su función. El Papa es en el mundo de hoy un verdadero Juan el Bautista, un precursor, uno que va recorriendo el mundo para preparar los caminos para la venida de Cristo.
¿Y cuál es la cosa que todos, grandes y pequeños, repetimos en la Iglesia? La misma que anunciaba el Bautista: “El Mesías ha venido, está presente en el mundo. ¡En medio de vosotros hay uno a quien vosotros no conocéis! Él os bautizará en Espíritu Santo!” Es precisamente este el modo con que Jesús ha hecho florecer al desierto en el mundo y puede también transformar nuestro moderno desierto: bautizándonos con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el amor en persona. El hecho de que Jesús bautice con el Espíritu Santo quiere decir que derrama sobre el mundo el amor, que “sumerge” a la humanidad en un baño de amor.
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Romanos 5, 5).
El amor es la única “lluvia” que puede parar la progresiva “desertización” espiritual de nuestro planeta, y el Evangelio no es otra cosa que esto: el anuncio del amor de Dios para con nosotros y entre nosotros. La Navidad misma, ¿qué es? “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único…” (Juan 3, 16). La prueba de que Dios nos ama. Si por cualquier cataclismo, decía san Agustín, todas las Biblias del mundo fueran destruidas y no quedara más que una copia; y si incluso esta copia estuviese tan echada a perder que quedase sana sólo una página; y si de esta página quedase sólo una línea aún legible; y bien si esta línea es aquélla en donde se dice: “Dios es amor”, estaría salvada toda la Biblia, porque todo está contenido allí.
¿Qué aporta este gran amor de Dios a nuestras necesidades cotidianas? Nosotros advertimos la falta de amor en nuestras relaciones humanas (entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre amigos, entre parientes); menos, en la relación con Dios. Pero, ambas cosas no existen sin relación entre sí. Si un río grande se seca, todos los canales adyacentes, que recogían agua de él para regar, se secan. Por el contrario, si está repleto, también los riachuelos y canales están llenos. Si cortamos [el amor] fuera de su fuente, que es el amor de Dios, todos los otros amores sufren.
Este mensaje más que nunca es actual y necesario en el mundo de hoy. Nuestra civilización, toda ella dominada por la técnica, tiene necesidad de un corazón para que el hombre pueda sobrevivir en ella. Incluso, muchos no creyentes están convencidos que debemos darle más espacio a las “razones del corazón”, si queremos evitar que la humanidad aboque en una era glaciar. La humanidad entera sufre de “insuficiencia cardíaca”. Hubo un tiempo en que la sociedad sufría por falta de conocimiento, de espíritu crítico, de racionalidad, no por falta de generosidad, de corazón y de credulidad. Como reacción, tuvo lugar el Iluminismo, esto es, la exaltación de la razón y de sus “luces”. Hoy sucede al revés: lo que falta no son el espíritu crítico y los conocimientos técnicos. De éstos tenemos a disposición una gran mole, de tal manera que no sabemos cómo gestionarlos. Más que de luces, tenemos necesidad de calor. Una de las modernas idolatrías es la idolatría del “IQ”, esto es, del “coeficiente de inteligencia”. Se han puesto al día numerosos métodos para medirlo, aunque si bien hasta ahora, por suerte, son tenidos todos ellos en buena parte inatendibles. Por lo demás, no se tiene en cuenta el “coeficiente del corazón” de las personas. Y precisamente es la dureza del corazón la que crea los desiertos de los que estamos hablando.
Sin embargo, junto a estos signos negativos, debemos registrar también un hecho animador, que nos permite hacer triunfar “las razones de la esperanza”. Si nuestra sociedad asemeja tan frecuentemente a un desierto, sin embargo es verdad que en este desierto el Espíritu está haciendo florecer muchas iniciativas como otros tantos oasis. En muchos países se han desarrollado en estos años decenas y decenas de asociaciones, que tienen la finalidad de romper el aislamiento, de acoger a tantas voces que “gritan en el desierto” de nuestras ciudades. Tienen nombres distintos: “el teléfono de la esperanza”, “la voz amiga”, “la mano tendida”, “el teléfono amigo”, “el teléfono verde”, “el teléfono azul”. Millones y millones de telefonadas al año. Son voces de personas solas, desesperadas, presas de problemas más grandes que ellos. No buscan dinero (éste no pasa a través del hilo del teléfono), sino otra cosa: una voz amiga, una razón de esperanza, alguno con quien comunicarse. Desde el otro lado del hilo, hay millones de voluntarios que escuchan, buscan dar un poco de calor humano y, si son creyentes, de ayudar a las personas a rezar, a ponerse en contacto con Dios, que frecuentemente es lo que les ayuda más.
De igual forma, si no pertenecemos a alguna de estas asociaciones, todos nosotros podemos hacer, en nuestra pequeñez, algo de lo que ellos hacen. El teléfono, al menos para comenzar, lo tenemos ya todos. No esperemos siempre a oírlo sonar, para darnos cuenta que hay alguno que tiene necesidad de nosotros, quizás no lejos de nosotros. Especialmente al acercarse la Navidad.